Durante
los años 50 y comienzo de los 60, era típico ver llegar a los
“Barraqueros”. No había fiesta que se preciara,
que no contara con esa “trupp” de gentes de humilde
condición; unas forzadas por la necesidad, otras por tradición
familiar, todas utilizando el mismo medio como sistema de vida. Estas
gentes animaron nuestras fiestas locales, unos con atracciones “de
las caras”, otros con puestos más modestos, más humildes.
Acudían, previa solicitud al Ayuntamiento, para ambientar nuestras
fiestas y llevar pan a sus casas.
Era
durante las Fiestas de Santa Ana, San Ignazio y Las Mercedes,
fundamentalmente, en las que la concentración de estos feriantes se
hacía sentir con más intensidad. En las fiestas de Santiago y Santa
Ana, en Areeta-Las Arenas, se agolpaban a lo largo y ancho de la
calle Santa Ana, desde la calle Gobela hasta la ermita de la santa.
Innumerables puestos de todo tipo, tiro con carabinas de aire
comprimido, tiro con pelotas de trapo, churrerías, puestos de venta
de dulces y coco, tómbolas, tiovivos de barcas voladoras, autos de
choque, balances, carruseles de caballitos, tobogán, y hasta simples
mesitas de madera en las que vendían chufas, caramelos y pan de
higo; sin olvidar la chozna merendero. En la festividad de San
Ignazio estos feriantes se agolpaban a lo largo de la playa de Ereaga
y en algunas ocasiones en el relleno del Puerto. Mientras que,
durante Las Mercedes, lo hacían tras la iglesia del mismo nombre.
Algún año lo hicieron en una pequeña campa que estaba entre las
calles Areetako Etorbidea y Barria.
Aquellas
festividades incluso fueron motivo de conflictos como el acaecido
durante las Fiestas de Santa Ana de 1950, donde por la instalación
de unos puestos de aceitunas y chucherías para niños, se produjo un
enfrentamiento entre el responsable de feriantes y el responsable de
la Jefatura Municipal, en el que intervino también el Jefe de
Celadores. Aquel conflicto, quizá más debido a un exceso de
autoridad del Jefe Municipal, que a razones objetivas, supuso un
intercambio epistolar entre ambos y el Alcalde de Getxo, haciendo
ambos ver sus puntos de vista. Llegando a plantear el Sr. del Burgo
(Jefe del Cuerpo de Arbitrios) que el Sr. Libano (responsable de la
Jefatura Municipal), que se había “...dedicado a intrigar
con los concejales de Las Arenas para salirse con la suya...”.
Aducía el Sr. del Burgo, no falto de razón, que aquella pobre gente
(se refería a los feriantes) “...tenían hechas las
acometidas eléctricas para sus modestos puestos, y pagadas ”las
muchas pesetas que les cobra la compañía eléctrica”, merecen más
consideración, máxime cuando no estorban a nadie...”.
Fiestas
que contaban con profusión de engalanaduras en escaparates y
balcones, otorgando premios a comerciantes y vecinos, hasta de 1000
pesetas (escaparates) y 500 pesetas (balcones). Incluso con premios
sorpresa como el establecido durante las fiestas de San Ignazio en
Ereaga “El Cofre de los Piratas”, que era enterrado
en la playa con una sustanciosa cantidad para la época 500 pesetas y
que resultó casi imposible de localizar debido a la profundidad a la
que fue enterrado. Incluso contaron con servicios de trolebuses
especiales durante dichas fiestas.
Contaban
aquellos festejos con un presupuesto, en 1952 de 55.600 pesetas, de
los que gracias a las aportaciones de los feriantes por la
instalación de barracas y puestos se recaudaron 43.516,15 pesetas,
correspondiendo a los feriantes de Santiago y Santa Ana (12.766,15
pesetas), Fiestas de la Avanzada (1.546,50), Fiestas de San Ignazio
(22.231,50), Las Mercedes (5.824,50) y las de Andra Mari (1.147,50).
Como
refería al comienzo, aquellos feriantes, unos de mayor poderío
económico que otros, instalaban diversos puestos como las casetas de
tiro de Francisco Carrillo, Saturnino Lázaro y Angel García; las
churrerías de José Cordivilla y Jesús Calleja; el Carrusel de olas
de Jacinto Pedrosa; los puestos de venta de aceitunas y cocos de
Julio Álava y Félix la Cruz; los siempre deseados por los pequeños
puestos de globos de Máximo Mendieta y Rafael Tapia y los queridos
puestos de barquillos y caramelos de Valentín Manteca y Arcadia
Torrecilla. Por uno de aquellos puestos de tiro, durante las fiestas
de Las Mercedes el vecino de la calle Santa Eugenia de Romo Francisco
Carrillo, llegó a pagar 200 pesetas. Incluso había puestos de tiro
llamados “a la perra gorda” (nombre con el que se
denominaba a la moneda de 10 céntimos), que instaló durante las
fiestas de Andra Mari en 1954 Santiago Llorente Malumbres y por el
que junto a otros dos puestos de su propiedad abonó 300 pesetas.
Fiestas
que contaban con una atracción que se ha perpetuado a lo largo de
los años “el toro de fuego”. Hasta aquí una
pequeña reseña de aquellos humildes feriantes, que en los años
1950-60, recorrieron nuestros barrios, y que llevaron a niños y
mayores la ilusión de la música y colores, que los tiovivos
giradores, con sus sillas colgando de cadenas, hacían soñar a los
pequeños con viajes siderales.
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