Al
escribir estas historias sobre los acontecimientos que en Getxo
sucedieron en el último cuarto del Siglo XIX, ha venido a mi
memoria una simpática definición, que leí hace algún tiempo,
sobre las personas que en 1888 condicionaron la vida de nuestro
pueblo, a las que el escritor D. Alfonso Pérez Nieva llamó las
“Golondrinas Cortesanas”.
A
finales del Siglo XIX, en 1885, el Sr. Pérez Nieva decía en la
“Revista de Navegación y Comercio”, al referirse y describir
nuestra área marítima: “...El
Abra en medio; a un lado Portugalete en primer término y Santurce
cerrando el extremo del semicírculo; al otro las Arenas, y en la
punta, y en la misma posición, Algorta; al fondo el mar libre
perdiéndose hasta fundirse en el horizonte; he ahí el aspecto que
ofrece la embocadura de la ría de Bilbao. De todos estos pueblos,
Portugalete y Las Arenas son los favoritos, las estaciones
predilectas de las golondrinas cortesanas; son dos nidos de gaviota
apacibles, escondidos, retirados, alegres...”
Aquellos
visitantes veraniegos que acudían, deseosos de mezclarse y pasar
como parte de la cohorte aristocrática a disfrutar de los baños de
mar en los Balnearios de “Baños de Mar Bilbaínos” situado en el
paseo marítimo (Actual Club Marítimo del Abra) en Las Arenas o al
“Balneario del Salto” de Portugalete situado en el muelle de
Churruca en las actuales piscinas, iban a quedar retratados para la
historia en aquel artículo de la revista de octubre de 1895.
Relataba cómo era para el viajero el recorrido desde Bilbao a lo
largo de la ría, tras avistar los Altos Hornos de los Sres. Ibarra,
y después la Vizcaya de D. Victor Chavarri, llegando finalmente
“Junto al Mar”. Describía el paisaje y su entorno haciendo un
bello semblante de los dos Pueblos situados en ambas márgenes del
Nervión, que un poco más tarde iban a ser abrazados por una de las
estructuras más llamativas de nuestro entorno, que concitó cantares
al referirse a ella, el Puente Palacio o Puente Bizkaia.
Y
así explicaba, lo recojo íntegro por su belleza descriptiva lo que
sus ojos estaban viendo, dejando volar su imaginación: “...El
Abra en medio; a un lado Portugalele en primer término y Santurce
cerrando el extremo del semicírculo; al otro Las Arenas, y en la
punta, y en la misma posición, Algorta; al fondo el mar libre
perdiéndose hasta fundirse en el horizonte; he ahí el aspecto que
ofrece la embocadura de la ría de Bilbao.
De
todos estos pueblos, Portugalete y Las Arenas son los favoritos, las
estaciones predilectas de las golondrinas cortesanas. A la verdad,
ambos resultan encantadores; son dos nidos de gaviota apacibles;
escondidos, retirados, alegres; el primero aventaja al segundo, como
población, el segundo gana al primero en playa. Ninguno de los dos
se parece en nada; Portugalete se halla constituido por una manzana
de edificios de piedra pegados codo con codo, modernos, de fachadas
elegantes, elevados sobre el piso, de suerte que todas las entradas
tienen escalinata. La calle, al menos la principal, es la cortina del
muelle que resulta una gran terraza.
Por
detrás, en el monte se empinan otras casitas y una buena iglesia en
la que relucen en la verja las letras de oro de una frase del
Evangelio; adosado al muelle se interna en el mar otro de hierro
larguísimo, prolongación del antiguo; el Cantábrico no sabe las
intenciones humanitarias de aquello que se le antoja un puente, y
nada más.
Las
Arenas es el reverso de la medalla de su vecino; lo componen hiladas
de hoteles de ladrillo con jardines diminutos, y está desperdigado
con aparente desorden; su muelle es también recio y robusto; en
ambos lugares abundan los techos de pizarra; lo que da a las dos
poblaciones cierta fisonomía francesa.
He
ahí la barra; la famosa barra de universal y temido renombre que
tantas víctimas se ha tragado. Al presente asoma sobre la superficie
del agua, agujereándola, el extremo de un mástil, debajo duerme
sobre la arena, oculto, un buque náufrago perdido. En apariencia
aquí no debe existir peligro alguno; sólo se distingue el oleaje
manso, sereno, apacible; nada más fácil que pasar el banco
temible. Pero en el fondo, ocultándose, a traición, existe la
corriente impetuosa y cruel ávida de daños. La desembocadura de la
ría es una de esas grandes inmensas hipócritas que destruyen de
pronto con un fruncimiento de cejas. Esa punta de palo mayor que
sobresale de las olas trae a la mente muchas historias tristes. Quién
sabe los barcos que aquí se han hundido, cargados de mineral o
vacíos, en la misma casa, a las puertas de la población. Y aún hay
algo más cruel. En los días de galerna pasan ante el abra,
arrastrados por el huracán; buques prófugos que buscan fondeadero,
que van huyendo de la muerte, que ven la desembocadura de la ría y
que no pueden entrar o que son desechos si entran...”
Que
lejos quedaba ya aquel 6 de marzo de 1888, cuando el diario “El
Noticiero Bilbaíno” interviniendo en la disputa sobre la
segregación de Las Arenas dijera: “...De
la ribera izquierda es de donde principalmente ha de recibir Las
Arenas la vida propia, que hoy les falta, porque allí están las
grandes fabricas, allí están las grandes minas de hierro y allí la
gran población minera y agrícola. Lo que nos mueve hoy a hablar de
Las Arenas es el proyecto del Sr. Palacio de un puente sobre la ria
entre aquel punto y Porlugalete, proyecto que es para nosotros de
magna importancia local...”
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