Era
1887, sucedió un hecho curioso. Contaban en aquella época que el
suceso vino a trastocar la paz social entre el Consulado de Bilbao y
ciertos frailes Carmelitas, cuyo convento estaba en un lugar de la
ría llamado “El Desierto”.
El
motivo de tal disputa: un espléndido cuadro que, aunque las crónicas
decían que era de las postrimerías Siglo XVII probablemente lo fue
del Siglo XVI. Estaba pintado al óleo y fue depositado en uno de los
salones del Consulado de Bilbao. La pintura representaba: “...El
Abra desde el cabo Lucero hasta Punta Galea en el momento en que
atravesaba la barra, mal llamada de Portugalete, un bergantín a toda
vela, amparado por varias lanchas de Lemanaje...”
A ambos lados del Abra y de sus costas aparecían representadas
algunas fortificaciones y baterías: “...En
las del Oeste las de Santurce, Campo de Bilbao, del Cuervo y
Portugalete y en las del Este, las de la Galea, Algorta, San Nazario
y Begoña, cerrando todo el frente de tierra, menos la embocadura del
Nervión, los Arenales, como entonces se llamaba a esa parte de Las
Arenas...”
En
esos arenales, según la crónica, se alzaban tan solo: “...Una
escueta y alargada casa tejavana, con otras dos más pequeñas a
sus lados, llamadas las casas del Consulado, por alojarse en ellas
los aparatos de socorro para los siniestros marítimos; y los muelles
nuevos, que contenían los arenales cual un fuerte dique contra las
mareas. Por la parte exterior aparecía el río Gobela, con más
franco curso que el que hoy le obligan a seguir las manos del
hombre...”
Contaban
las crónicas de aquel tiempo que ese cuadro trajo desavenencias al
Consulado y a la comunidad de frailes Carmelitas del Desierto:
“…Porque
a causa de que habiendo costeado estos una parte de él y no floja, y
otra algo mayor la Casa de Contratación, faltó el pintor al
convenio...”
Al parecer habían acordado representar en aquel cuadro la imagen del
convento con todas sus pertenencia, bañada por el mar.
Esta
desavenencia, a la que me refería anteriormente, pudo suceder en las
postrimerías del Siglo XVI, ya que fue satirizada por el fabulista
Samaniego (1745-1801). Debido al enfado el artista fue empapelado por
la temida inquisición de Logroño. Le fue impuesta una pena por la
que tuvo que permanecer encerrado algún tiempo en el convento de los
carmelitas de “El Desierto”. Los frailes le recibieron y trataron
con agasajo, y él les pagó con una sátira, que se hizo famosa, y
que en algunas de sus partes resultaba muy ocurrente. En ella pintaba
la vida monástica como tipo de ociosidad, regalo y glotonería.
Pero
volviendo al autor del óleo, quien seguro que al revés que los
frailes de la fábula pasó bastante hambre hasta que se dirimiera la
cuestión, ya que no cobró ni un maravedí hasta que añadió un
nuevo trozo de lienzo en el que representó el citado convento y sus
pertenencias. Terminación que resultaba harto grosera ya que
discordaba con el original en el colorido, amén de que le delatara
el costurón que los unía, pero con la que los frailes se dieron por
satisfechos.
Pasaron
los años y aquella imagen que el pintor plasmó en el cuadro fue
cambiando. Sobre aquellos muelles y arenales, en los que antaño
crecieran solitarios cardos marinos de anchas y punzantes hojas, a
los que el viento del poniente agitaba de uno a otro lado, fueron
modificados, primero por un acaudalado bilbaíno, D. Máximo Aguirre
(1856-1863), con la plantación de argomales y pinos mediterráneos
que sujetaron los mismos. Más tarde, por el ingenio de un
emprendedor, D. Miguel A. Victoria (1884), quien transformaba
aquellas extensiones de arenas, antes estériles, en plantaciones de
sabrosas y codiciadas plantas, que tanto juego dieron en nuestras
cocinas, la patata Victoria.
En
aquel lugar poco a poco irían surgiendo bellas villas y
edificaciones, plazas y calles, con espléndidos paseos. Balnearios
que formaron un pueblo de verano, atrayendo cada vez a más gentes
animadas por la belleza del lugar y sus playas. Ante aquel
crecimiento, a decir de la prensa local, se produjeron cambios en la
forma de viajar: “...Era
natural que al compás de aquel crecimiento de población y de vida
se acrecentaran también los medios de comunicación, porque las
personas que constantemente residían en Las Arenas y las que
temporalmente habitaban en ella, no podían acomodarse ni al penoso
viaje de las históricas carrozas, ni al de los coches públicos y
ómnibus que las reemplazaron, mal organizados siempre, faltos de
aseo en su totalidad; ni podían tampoco sujetarse a viajar en
aquellos vapores de ría (zapatillas) tan incómodos y poco seguros,
tan inconstantes en las horas de viaje, unas veces por indolencia o
informalidad de sus patrones, otras porque las mareas y la falta de
agua en los “Churros” se les oponían...”
Aquellos hábitos de viaje sobre todo para las clases más pudientes
cambiaron. Más tarde, lo harían para el resto de la población con
la llegada del tranvía y el ferrocarril de ambas márgenes de la
ría, garantizando con sus llegadas a horas fijas, tanto en su salida
como en la llegada, un nuevo sistema más cómodo de viaje, que
permitía calcular los tiempos de cara a la actividad laboral.
Tal
era la belleza de los paisajes que la prensa de 1887, desde un medio
de comunicación bilbaíno explicaba: “...Desde
su salida de San Nicolás en Bilbao hasta su llegada a Las Arenas,
baste decir que en el ferrocarril de Las Arenas se llega al término
del viajo sin dar tiempo a los ojos para admirar tantas obras de la
naturaleza festoneadas por el eterno verde de las montañas y
valles...”
Pero la mano del hombre se encargaría, años más tarde de
transformar y degradar aquellas idílicas imágenes, que el pintor
plasmó en su óleo y que causaron aquellas desavenencias entre el
Consulado de Bilbao y ciertos frailes Carmelitas, celosos de aparecer
en el cuadro. ¡Que para eso habían pagado!
Para
ilustrar esta historia, en
la parte superior de este articulo, he
elegido un
mural que
fue reproducido por “El Mareómetro” de Portugalete, en un
homenaje al pintor Echarte el 23 de febrero del 2015. El
mismo responde a parte del oleo barra de Portugalete y desembocadura
de la ría de Bilbao, del cuadro que existía en el Consulado de
Bilbao del año 1740.
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