¡Noche
llena de encanto, de recuerdos y añoranzas infantiles, la noche de
San Juan!.
Las
vísperas habían sido de un incesante acarreo de ramas y jaros; la
actividad frenética de pequeños acarreadores era interminable por
las calles aún sin asfaltar de un viejo y bullicioso Romo. Los
enseres ya inservibles de las casas se arrojaban a la pira festiva;
los más adultos iban acomodándolos alrededor del totémico poste,
que seguro había pertenecido a la cercana compañía eléctrica. Ese
madero iba a sujetar, coronado en lo alto, el muñeco festivo,
confeccionado con trapo y relleno de viejos papeles de periódico,
elegantemente ataviado a la vieja usanza, con su blusa y txapela.
Noche
de San Juan, sueños de la niñez, hogueras encendidas, chispas por
el aire, corros de niños saltando las brasas. Mientras Mikel
Atxaerandio “El sastre de la Prolon”, terminaba en
el taller de su casa de coser el muñeco que iba a ondear en lo alto
de la hoguera; se iban apilando las ramas traídas desde los Pinitos
y Gaztelueta.
Antes
de que la noche extendiera su negrura y las típicas hogueras
empezaron a chisporrotear en medio de las campas, apenas comenzada la
cena, llegaba como todos los años Antonio Cordón provocando las
carreras, escaleras abajo, de la vecindad. Año tras año, sin ser
anunciado, él se encargaba de dar inicio a la sanjuanada. Y de
pronto la luz del fuego resplandecía por todas partes. Los grupos de
niños jugábamos dando vuelas alrededor de las hogueras, saltando
sobre pequeñas piras de fuego, mientras cantábamos estrofas que en
nuestro barrio decían:
“...San
Juanetan,
ogia
eta esnea jateko
San
Juanetan,
esnea
eta ogia jan...”
“...Por
San Juan,
se
come pan y leche
Por
San Juan,
se
come leche y pan...”
Y
en otros entonaban estrofas parecida a la que recojo a continuación:
“...San
Juan, San Juan,
nik
ez daukat bezterík goguan,
arrautza
bi kolkuan,
beste
bi altzuan,
artuak
eta gariak gorde, gorde,
lapurrak
eta sorgiñak erre, erre...”
“...
San Juan, San Juan,
no
tengo otra cosa en la cabeza,
dos
huevos en el kolko,
otros
dos en el regazo,
guardar,
guardar el maíz y el trigo,
quemar,
quemar a los ladrones y las brujas...”
Entretanto,
nuestros padres vigilantes controlaban nuestras cabriolas al rededor
del fuego. Permanecían vigilantes, sentados en las munas de la
campa, mientras encendían sus cigarrillos y comentaban lo acontecido
en el día. Por todo el barrio se oían los cánticos y voces que
brotaban de jóvenes gargantas. Siempre la víspera era más alegre
que el mismo día de fiesta. Parecía como si esa víspera anunciara
la esperanza de un porvenir prometedor al quemar los trastos viejos.
Cuando
las llamas empezaban a alcanzar su cénit, todos los niños corríamos
a buscar en huertos cercanos algunas patatas que cocinar dentro de
las brasas. Eran días de escasez. Y mientras los mayores del barrio
se hacían las últimas confidencias, los niños cantábamos y
reíamos, deseosos de que esa noche mágica no terminara nunca. Ya
bien entrada la madrugada, con las últimas canciones al mandato de
nuestros padres, nos dirigíamos a regañadientes a casa. Mientras,
en el cielo temblaba la noche y se adivinaba pronta la llegada del
alba. En la lejanía se oía el último cantar de San Juan de un
trasnochador coro infantil.
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