Al
amanecer del día 26 de Julio de 1828, quizá como en el libro de
aventuras de Jack London, fruto de aquella sangrienta masacre que
algunos humanos realizaban, entre la bruma, ya exhausto, quizá
herido por la enfermedad tras una larga travesía, arrastrado por la
marea, como si de forma premonitoria supiera de la festividad de
Santa Ana, descansó su cuerpo en los arenales de nuestro barrio un
viejo “Lobo de Mar”.
Especie
social que en su hábitat forma grandes grupos de convivencia. Se
alimentan de peces, cefalópodos, crustáceos y otros invertebrados
marinos. Se dice que ninguna otra especie marina le supera en su
fortaleza para nadar. Son mamíferos cubiertos de una gruesa piel
peluda. Se les conoce también con el nombre de Lobo o León marino
(Otaria Flavescens). Actualmente los podemos encontrar en islas y
costas atlánticas de Sudamérica y en las costas chilenas y
peruanas. El hombre es su principal amenaza. Lo caza por el valor de
su cuero y su grasa, igual que a otros mamíferos que viven en el
mar.
El
animal llegó herido de muerte a nuestros arenales e, igual que con
la frecuencia con la que embarrancaban los navíos en la barra y en
las playas de Getxo, fue encontrado por nuestros pescadores.
En las
fechas indicadas, un experimentado marino de nuestro pueblo, Juan
Maria Sustacha, afirmaba ser conocedor de aquellas especies por su
larga trayectoria rompiendo mares de Sudamérica. Firmó un escrito
dirigido a la Diputación en el que solicitaba autorización para
exhibir aquella bella especie y obtener “...algún fruto de
su hallazgo...”. Aquel hallazgo que supuso un
acontecimiento social en nuestro pueblo en épocas carentes de
entretenimientos colectivos.
¿Quién
sabe si no se trataba de una foca gris que deambulaba por nuestros
arenales? Era una especie que se criaba en las costas del norte de
Europa y su hábitat más meridional era Bretaña, por lo que no
suele ser infrecuente verla en nuestras costas. Si la hubieran
hallado setenta años más tarde, la calenturienta imaginación de
nuestros ancestros hubieran dicho que se trataban de restos del mismo
“Conde de Balmaseda”, denominado por su crueldad e
impresionante humanidad como “La Foca de la Quinta”
en la Guerra de Cuba.
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