La
década de los cuarenta, tras el golpe de estado de Franco, estuvo
marcada, por la represión y el exilio. Pero una de las cosas que
afectó a la mayoría de la población fue la situación de miseria
en que vivió sumida. Aquellos años quedaron grabados en la memoria
colectiva como momentos de escasez, penuria y en definitiva, de
miseria generalizada.
Poder
asegurase la subsistencia exigió un esfuerzo extraordinario de
recursos, de tiempo e imaginación que los sectores más
desfavorecidos (la mayoría), apenas pudieron conseguirlo. Las largas
colas en los escasos y mal abastecidos establecimientos, denominados
en aquella época “coloniales” (ultramarinos),
constituyen una realidad insoslayable.
Con los
salarios reducidos y estancados, la escasez y carestía de los
alimentos, adquirió tintes dramáticos. El 14 de Mayo de 1939 se
establecía un sistema de racionamiento de artículos de primera
necesidad para asegurar el abastecimiento a la población. Mediante
una política de intervención general, el decreto del 28 de Junio de
1939, se fijaban las cantidades que serían entregadas a precio de
tasa.
Las
raciones variaban si se trataba de mujeres, de mayores de 70 o de
menores de 14 años. Para los dos primeros, la ración era el 80% de
la de un hombre adulto, mientras que para los menores era del 50 o
60% del mismo. El racionamiento que se estableció en un principio
fue de carácter familiar, pasando mas tarde a ser individual.
Para
tener derecho a la adquisición de aquellos artículos de primera
necesidad era imprescindible estar en posesión de una cartilla
denominada “Cartilla de Racionamiento”. Se
establecían tres tipos de clasificaciones:
La de
primera, la de segunda y la de tercera, que correspondía a sectores
de mayor a menor poder adquisitivo. Había un aporte especial de
suplementos de cupones para quienes por su trabajo (principalmente
minero), lo precisasen y entonces la venta se hacía en economatos.
Pero en situaciones de empeoramiento, se pedía que las raciones se
cediesen a éstas personas.
Para
ello, mediante un Decreto del Ministerio de Industria y Comercio del
28 de Junio de 1939, se fijaban las raciones. Por ejemplo, para un
hombre adulto se establecían en ”...400 gramos diarios de
pan, 250 gramos de patatas, 100 gramos de legumbres secas (arroz,
alubias, garbanzos o lentejas); 5 decílitros de aceite, 10 gramos de
café, 30 gramos de azúcar, 125 gramos de carne, 25 gramos de
tocino, 75 gramos de bacalao y 200 gramos de pescado fresco...”.
Para la
mayor parte de los productos y en particular para el pan, leche en
polvo, carne (que era sustituida principalmente por tocino),
chocolate y la sal, se impuso un nuevo sistema de racionamiento en el
año 1941. La política de distribución de raciones por persona fue
claramente insuficiente. La población pasaba hambre.
En
aquellas condiciones, la población se vio obligada a recurrir al
mercado negro “estraperlo” (comercio ilegal de
artículos intervenidos por el Estado o sujetos a tasa), la picaresca
(la venta o reventa), para proveerse de alimentos básicos. Los
precios en dicho mercado eran desorbitados. Adquirían unos niveles
imposibles de alcanzar para la mayor parte de la población. El
estraperlo, aunque ilegal, estaba tolerado y era una salida a la
crisis de alimentación de la época.
También
el estraperlo afectaba a algo tan básico como la salud. En la
posguerra, la penicilina se conseguía muchas veces pagando
cantidades inimaginables por unas dosis de esperanza.
Se hacía
estraperlo en los barcos que entraban a puerto; comprando en zonas
rurales para vender el género en las ciudades. Para burlar los
controles de fielatos y carabineros se arrojaba el género comprado
desde el tren antes de llegar al punto de destino. Otros iban por el
monte a las provincias limítrofes de Burgos o Santander. Fue famoso
el tren llamado “el hullero”, de La Robla. Los
alimentos adquiridos los traían bajo los asientos.
El censo
del racionamiento superaba al de los habitantes del país en un
millón de personas, debido al fraude de tener varias cartillas y a
la inclusión de difuntos. En 1943 la cartilla empezó a ser
individual. Así todo, el número de consumidores del racionamiento
superó en 100.000 personas al del censo de población.
Además
de las restricciones alimentarias existía otra que afectaba a los
fumadores: la cartilla de racionamiento para el tabaco. Los mayores
de 18 años podían adquirir la “cartilla de fumador”
con sus correspondientes cupones. Se decía que “...como los
certificados de defunción tardaban en llegar a los estancos, fumaban
hasta los difuntos...” También la picaresca existía con
el tabaco “...algunos que no fumaban, compraban un cuarterón
o tres capachas (tabaco de liar con palos que rompían el papel de
fumar) o varios paquetes de “caldo de gallina” y los cambiaba por
una hogaza de pan de estraperlo en el mercado negro...”.
El 20 de
Mayo de 1943 se publicaba en la prensa de todo el territorio que
“...Durante la tercera decena del mes...,...se
procederá a la entrega de cartillas individuales de
racionamiento...” Se daba a conocer a la población los
requisitos necesarios para obtener las cartillas. Respecto a los
lugares para adquirirlas se especificaba que serian las tiendas de
ultramarinos, economatos, cooperativas y panaderías.
También
el sexo estuvo comandado por el hambre. En algunas zonas de “vida
alegre” de Bilbao, los falangistas que se dedicaban al
estraperlo se enriquecieron obligando a prostituirse a las esposas de
los presos a cambio de un puñado de comida.
Pero la
cartilla de racionamiento fue, sobre todo, una ofensa al más
humilde. No había suficiente información para usarla, y lo que aún
era peor, no había dinero para adquirir los alimentos más
elementales como podían ser el pan, aceite, azúcar o sal.
Tanta
era la necesidad y el hambre, que algunos sectores de la población,
se vieron en la imperiosa necesidad de revivir a los muertos. Así en
1951 se realizaban algunas advertencias a la población: “...Si
el titular de una colección de cupones fallece, sus familiares,
derecho-habientes o personas que soliciten la transcripción de la
defunción, vendrán obligadas a entregar la colección de cupones,
con los boletines de baja de los establecimientos en que estaba
inscrita y la Tarjeta de Abastecimiento, en la Delegación de
Abastecimientos y Transportes de la localidad en que el fallecimiento
ocurrió...”.
En
Getxo, uno de aquellos lugares en donde se podían comprar los
artículos de primera necesidad, mediante aquellas cartillas y
cupones, fue en “La tienda de ultramarinos de Paco Endémaño”.
Este comercio, situado en la esquina del cruce de la Avenida del
Angel con Maidagan, en lo que hoy es “La Taberna de Santi”,
era una mezcla de ultramarinos y tasca. Era la tienda de Getxo.
Se
accedía por la calle Maidagan. En primer lugar estaba la tienda y a
través de una pequeña puerta se pasaba a la tasca. Aquel comercio
de ultramarinos tenía, enfrente, nada más entrar, un viejo
mostrador alargado en donde reinaba la balanza.
Toda la
tienda, por el interior, estaba rodeada por una hilera de sacos, en
donde se almacenaban las legumbres, patatas y azúcar. Tenia un
escaparate que daba al edificio de la Venta. Junto a su fachada, bajo
aquella ventana, se dejaban las piedras del probadero, porque en
aquella época el carrejo estaba junto a la Venta.
En ella
se podía ver -!casi te llamaba!-, aquel instrumento aparentemente de
origen antidiluviano, que no era otra cosa que el bidón para servir
el aceite. El mismo estaba sobre el mostrador, y consistía en una
vasija de cristal, la cual, al llenarse mediante una ruleta, que
había que hacer girar manualmente, provocaba el vacío, y hacía que
surgiera el líquido verdoso.
Colgaban
de una barra que estaba encima del mostrador chorizos, morcillas y el
apetitoso trozo de tocino para las alubias. Sobre su mostrador se
apilaba el papel de estraza, que serviría para envolver los
artículos; sobre sus estanterías se juntaban las velas de cera, con
la botellas y alpargatas. En los mostradores de todas las tiendas de
ultramarinos nunca faltaba un atabal con sardinas viejas (el pescado
del pobre) ¡Cuántas veces se repartía para cenar una sardina
gallega entre tres o cuatro comensales! Tampoco faltaba durante todo
el año la caja de higos pasos a perra gorda la unidad. Y los
Manises.
El
tendero era un hombre delgado, de rostro alargado. Vestía al igual
que casi todos los tenderos de entonces con una bata de color gris.
Estaba casado con Aurora del Toro. Las familias, al realizar la
compra, llevaban siempre la preceptiva libreta; en ellas, el
comerciante pegaba los sellos, con los artículos que dispensaba.
En
alguno de aquellos establecimientos se realizaba a escondidas el
“estraperlo”. Los precios de alguno de aquellos artículos que,
por ejemplo, no subía de 50 pesetas, te lo llegaban a vender a 100
pesetas.
El final
de aquella hambruna llegaría 13 años después de aquel sangriento
Golpe de Estado. Pero en la memoria de muchos de los que la sufrieron
y de las generaciones posteriores, quedarían aquellos días, en que
por las noches, el mayor ruido que se oía en las casas, era el de
los afligidos y famélicos estómagos engañados de mala manera con
unos pocos cacahuetes.
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