Todos los seres son importantes, no importa su condición y su origen, algunos nacen para grandes hazañas, otros los más, lo hacen para la hazaña de vivir y ayudar a sus semejantes.
Por eso, sin tener la relevancia del hermano franciscano de Arantzazu que recorría anualmente los caseríos, este criadito, Mariano el de los frailes, remedaba a un modesto pastor de trashumancia, ya que conducía a la “Campa del Moro”, situada en la confluencia de las calles Telletxe con María Goiri, sus ganados. Es por esto que hubo quien afirmo que: “...¡Algorta también tuvo su morroi urbano, se llamaba “Mariano el de los Frailes”!...”
Esa figura de sirviente fue habitual en los trabajos del campo y los derivados del ganado en Euskal Herria, sobre algunos se recogieron leyendas. Este morroi (criado) era conocido como “Mariano el de los Frailes”. Así que este apunte recogerá su paso por un barrio todavía a medio a medio urbanizar, con campas en las que aún se podía pastorear.
Mariano era oriundo de una aldea de Soria, desde donde llegó a nuestras latitudes tras la Guerra del 36. Al comienzo vivió en un caserío de Berango como criado. Cuentan los padres Trinitarios de Algorta que: “…Entonces aquí había un huerto muy grande, eran los tiempos posteriores a la guerra, había hambre y tuvimos que vender un terrenito que teníamos junto al lugar donde hoy está el parking para poder mantener la comunidad. Se hacía necesario comprar alguna vaca para obtener leche y alimentar a los jóvenes seminaristas, por ese motivo nos dirigimos al caserío en el que habitaba Mariano, aquellas gentes necesitaban también fondos y necesitaban deshacerse de su criado. Les dijeron a los Trinitarios, pues podíais llevaros las vacas y a Mariano, él sabe atenderlas, nos trajimos de Berango a cuatro vacas y su cuidador. Por lo que Mariano y las vacas vinieron rumbo a nuestro convento de la valle Trinidad de Algorta…”
Llegó al convento sobre los años 40-50 del Siglo XX, cuando era prior del convento el Padre Vicente. Por aquel entonces nuestro vaquero tenía entorno a los 30 años, sigue contando el padre Trinitario Marín Baraiazarra: “…En los años 50 llegamos al convento Pedro Bustiza y yo, para entonces Mariano ya estaba en el convento. En aquellas navidades pudimos conocer a un Mariano alegre que cantaba y bailaba, era toda una personalidad para nosotros, era un hombre muy vital. Vivió en la tercera plata del convento, donde tuvo su propia habitación, haciendo una vida independiente, compartía su vida con nosotros, comía en nuestros comedores junto a otros trabajadores que ayudaban en el huerto…”
Sobre algunas profesiones, sobre algunas personas se suele decir en euskera “…“Gauza gutxi dira diruditen bezala” (pocas cosas son como parecen)…” Mariano era lo que parecía una persona humilde, simple, una persona de pueblo. Quienes le conocieron en el convento de los Trinitarios de Algorta dicen de él que: ”…Era una persona muy autentica, muy de pueblo, recio y bondadoso, sin recovecos, alegre…”
Era un hombre que sabía ganarse afectos, cuentan que: “…Se hizo muy amigo del padre Juan Borrego, un trinitario, de Salamanca, que llego a ser Provincial y Vicario General ¡Le quería mucho!, le solía llevar los recaditos a correos, traer y recoger las cartas…”
Durante algún tiempo, la comunidad trinitaria, también tuvo unos cerdos, a los que Mariano sacaba a pastar. La zona a la que trasladaba sus rebaños, se encontraba situada tras la llamada “Campa del Muerto”, el antiguo cementerio de Algorta. Su trabajo diario era sencillo, desde el convento llevaba las ovejas a la “Campa del Moro”, en ella había un pequeño cobertizo en el que pastoreaba una pequeña piara de aspecto sucio y maloliente. Dicen que a veces descansaba sobre un lecho, que realizaba con helechos o hierbas, en dicha caseta. El aspecto de nuestro morroi era el típico de los pastores de la época, de semblante bonachón, bajo de estatura y ancho de espaldas, sus ropajes mostraban sus humildes orígenes, sobre todo su raído bombacho lleno de recosidos de otra tela y color, larga chaqueta de bolsillos profundos y cargados, que hacían las veces de bolsa para transportar sus escasas pertenencias; bajo ella una camisa azul marino desabrochada, dejaba entrever una bien alimentada pechuga, cubría su cabeza con una txapela quemada por largas horas de exposición al sol, en su mano lucía un bastón a modo de garrota, que empleaba para conducir su rebaño; y como cerrando el cuadro, sus pies estaban enfundados en unas botas de las llamadas chirucas.
En algún momento de su vida en el convento, Mariano, acompasó su rebaño con unas ovejas, estas al igual que los cerdos y gallinas, sirvieron para alimentar a los frailes y seminaristas. Él se encargaba todos los días del ordeño y arreglo de las camas del establo. Además de este trabajo, era el encargado de ir a cortar la hierba para alimentar a la cabaña, lo hacía acompañado de un viejo asno, ambos parecían tener la misma edad, en uno de los cestos, que llevaba a lomos del jumento, transportaba su inseparable guadaña que utilizaba para recolectar el ansiado alimento de los rumiantes, recorría las campas de Santa María de Getxo, y también seleccionaba los pastos de la campa que se encuentra entre el “Ugartena” y la calle Aretxondo. Tras la siega acarreaba subiendo por la calle Trinidad, en los cestos, fardos de oloroso y apetecible forraje, que el sufrido animal portaba. Aunque previamente, según me cuentan los frailes: “…El jumento, como si lo tuviera programado, paraba junto a una pequeña tasca, donde nuestro personaje engrasaba su reseco gaznate, antes de emprender al subida hacia el convento…”
Algunos de Algorta, que le conocieron, afirman que tenía un paladar agradecido, gustaba de bebidas traídas desde la vecina Francia. Seguramente aquellos líquidos galos engrasaran sus gastadas cuerdas vocales, puesto que había quien afirmaba que algunas de sus cacofonías producían una combinación inarmónica, casi gutural, agreste.
Cuentan los frailes que: “…Una vez fue a Madrid y se quedó asombrado por la cantidad de gente y tráfico que allí había, claro que Algorta era un pueblito aun empezando a crecer…” Pero lo que fue un auténtico bombazo para él fue la llegada del primer televisor al convento: “…Cuando compramos aquel televisor, que pusimos en la que llamábamos la sala de la televisión, allí pasaba las horas Mariano. No te puedes hacer idea lo que sufría cuando veía aquellas películas de vaqueros, que conducían a toda velocidad a las vacas a través de ríos y desiertos, solía exclamar: ¡No hay derecho a hacer eso a unos pobres animales! Muchas veces confundía la realidad con la ficción del cine…”
Este convento fue su alojamiento durante muchos años. Cuando cayó enfermo y fue atendido por los médicos y hermanos del convento, hasta que la enfermedad hizo necesario su traslado al Hospital Asilo de Alango (Algorta) en los años 70.
Hasta aquí un retazo de la vida de un hombre de pueblo, de quien no he logrado conocer su apellido que nos acompañó durante los años 50-60, en un barrio que empezaba a crecer.
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